sábado, 19 de diciembre de 2009

Sobre luchas contra poderes hegemónicos:

Si hay algo que caracteriza y define sustancialmente nuestras vidas y la historia universal son las luchas contra poderes hegemónicos. Es un hecho. Nuestra cotidianidad está llena de enfrentamientos con instancias superiores. Desde que salimos de casa, y nos atrevemos a desplazarnos por la ciudad, nos topamos con diversos problemas que sólo podemos superar siguiendo determinados pasos, acatando ciertas reglas. Si vamos a cruzar la calle, por ejemplo, debemos esperar a que cambie la luz del semáforo a nuestro favor para poder pasar y así evitar ser advertido por las autoridades (en nuestra querida Caracas esa advertencia se traduciría en un ¡Mira!, ¿te cuesta mucho esperarte? ¡Pendiente y te atropellan por atorado!, por parte de un malhumorado fiscal de tránsito). Igualmente, si vamos a realizar alguna diligencia en un lugar al que muchas personas asisten para cumplir un objetivo similar, debemos hacer gala de nuestros valores como ciudadanos y seguir la cola como el resto de las personas, procurando no caer en la tentación de adelantarnos sin el consentimiento del otro, porque de hacerlo las autoridades del lugar nos llamarían la atención rápidamente (además nos ganaríamos sin necesidad alguno que otro insulto).
Por otro lado, ¿Qué es lo que nos enseñan de historia universal a lo largo de nuestros estudios si no es la consecución de batalla tras batalla y de conflicto tras conflicto entre grupos oprimidos –o supuestos oprimidos- y entes hegemónicos? Repito: es un hecho. Las luchas contra el poder forman parte de nuestra cotidianidad y del mundo. Así siempre ha sido, y lo seguirá siendo.
Actualmente las disputas de cualquier nivel están impulsadas por relaciones de poder. Pero con la gran diferencia de que las disputas de nuestra era, de la llamada era de la modernidad, que empieza “formalmente” entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, toman parte en escenarios distintos y son lideradas por figuras menos evidentes. Estamos en un tiempo en el que las luchas contra poderes hegemónicos no son llevadas a cabo por el pobre hombre a caballo y el guerrero con escudo y espada. Sobre esta “nueva modalidad” de luchas contra el poder se basan los planteamientos y estudios de un reconocido pensador e intelectual europeo: Michel Foucault.

Entre la vasta y compleja red de estudios tejida por Foucault destacan las llamadas lógicas del poder; lógicas cuya vigencia es, en mi opinión, indiscutible.

Partiendo de lo que dictan estas lógicas, el poder, por un lado, no es algo que se tiene. No es una suerte de bien, de objeto que pueda ser “manipulado”. Debe ser visto, por el contrario, como una estrategia empleada por “hogares de inestabilidad”, es decir, por entes que no están referidos estrictamente a una institución en particular, porque, sencillamente, como resalta Foucault, el poder no se concentra en un espacio, en un lugar en particular. Para el intelectual francés, el poder comprende una microfísica que debe ser atendida con atención; una microfísica que, a su vez, comprende lo que él llama “hogares moleculares”, esto es, desde otra óptica, la inexistencia de un centro, de un núcleo en el que descansa el poder. Entender esto es fundamental pues acaba con la idea de que el Estado es el “dueño” del poder, y, por lo tanto, con la suposición de que atacar al Estado es atacar al poder en sí mismo. Por otro lado, esta nueva concepción del poder comprende también distintos modos de acción, diferentes mecanismos de defensa y de dominación, en los que la represión y la ideologización son sólo medidas extremas. El modo de acción más efectivo y hegemónico es la normalización; modo que, además, es casi imperceptible; opera de manera silenciosa, sin que nos percatemos. Se manifiesta y nos somete permanentemente.

Este modelo de poder que señala Foucault puede ser detectado en nuestra “realidad” venezolana inmediata. Fijémonos, por ejemplo, en la situación de exclusión extrema de la que fue víctima la población de los barrios caraqueños, tomando como referencia lo expuesto por Andrés Antillano en su texto.*

Desde el mismo momento de su irrupción en la capital, a mediados del siglo pasado, las zonas populares caraqueñas han sido consideradas por el imaginario colectivo como un no algo; se erigieron bajo el estigma de la negación, y han sido entendidas por la retórica de la ciudad como una anomalía. La exclusión de tales zonas ha llegado al extremo de ni siquiera ser tomadas en cuenta en la elaboración de los estudios cartográficos o de los mapas de la ciudad, como señala Antillano. Han sido, tal cual, una parte rechazada y marginada del ideal de la ciudad moderna. Y, por supuesto, en ese proceso de exclusión la población de esas zonas ha sido igualmente marginada (ni mencionemos las consecuencias que ha producido tal rechazo). Sin embargo, -siguiendo a Antillano- a partir de la organización de esa población en mesas técnicas de trabajos y en comités de tierras urbanas (CTU), concretamente en el año 2002, el panorama comenzó a cambiar. Se dio inicio a la lucha por excelencia contra el poder hegemónico que condenaba a ese sector, a favor de la inclusión y el reconocimiento.

Si nos detenemos en este punto, podremos identificar lo que mencionamos del nuevo modelo de poder y de sus modos de acción. En primer lugar, esta lucha por el reconocimiento que comienza la población de las barriadas caraqueñas no es en contra de un ente en específico, tangible, sino en contra de un discurso hegemónico. En segundo lugar, en la toma de conciencia de estos pequeños sectores de su propia situación, y a partir de su posterior organización, queda ilustrada la lógica de propiedad postulada por Foucault, pues se evidencia cómo el poder no es ejercido por un ente dominante, como el Estado, por ejemplo, sino por un “hogar de inestabilidad”. Y por último, en los procesos de exclusión y de estigmatización de los barrios y de su gente pueden distinguirse los mecanismos de acción del nuevo modelo de poder, tales como la represión (cuando cualquier queja o manifestación era castigada y replegada a través de la fuerza o de la desacreditación sin argumentos (desacreditación manifestada en comentarios como: “¡¿qué derechos va a estar exigiendo esa gente?!”) o la normalización, al etiquetar y reconocer a priori a la gente del barrio como delincuentes, por ejemplo (proceder este muy arraigado en nuestras costumbres).

Ya para concluir, hay que mencionar que el comentado proyecto de inclusión que se está llevando a cabo en el ceno de las barriadas caraqueñas desde el año 2002 ha brindado resultados que ciertamente son muy notorios y dignos de atención y de reconocimiento público. Yo mismo he sido testigo de ellos. Conozco a gente que se ha beneficiado de todos esos logros, y en esa medida apoyo tal proyecto. Sin embargo, al observar cómo dichos logros son vinculados a un partido político como en una suerte de propaganda y de publicidad, cuyos intereses no se corresponden precisamente al beneficio de esas zonas populares y de su gente, me desilusiono un poco y pienso, por razones que prefiero no desarrollar, en el otro mecanismo extremo de dominación del sistema de poder: la ideologización. En todo caso, lo realmente importante y esencial es estar al corriente de todo lo que ocurre; evitar estar ausente. En esta era los roles cambian constantemente, se transforman, pero siempre habrá un grupo dominado.